Para la niña no hubo más ropa nueva de cumpleaños, ni de
navidad. Dolían los ojos y las venas incluso al almorzar juntos en la mesa.
No hubo más nada desde el día en que papá le arrebato el
libro y leyó dos líneas de la máquina de follar de Bukowsky, que en su cabeza
tan pero tan cerrada sólo significaba que la niña de la casa a la que habían
mimado y dado tanto gusto, ahora era un monstruo.
Después de eso, cada día en la casa fue peor. Se lloraba y
se sangraba a diario y la niña tenía que esconder mejor los cigarrillos y las
cartas de amor que se escribía con otras niñas.
El papá pensaba siempre por la noche en que con los dos
niños no se había equivocado, los había educado tan bien que ni siquiera se
metían en las peleas del papá y la niña en las que la mamá entraba al final
sólo para dar los últimos golpes; el papá se hacia masajes con los dedos en las
cienes y se preguntaba porqué en lugar de esculcar en los cajones de los
calzoncitos y los brasieres de la niña, no había abierto sólo uno de los muchos
libros que ella tenía regados por toda la casa…
A el papá no le cabía en la cabeza como la niña le había
saltado de las manos. Del cuerpo. De la casa. Del mundo.
La niña ya ni siquiera le creía en dios.
J.C