sábado, 11 de agosto de 2012

Quince minutos antes.


Llegue más temprano, como siempre, quince minutos antes para encontrar el lugar más visible, el lugar donde la luz llegara para iluminar más bonito, quince minutos para encontrar mi lugar.

 Los quince minutos de siempre para ver por donde llegaría, quince minutos para estar segura de que iba a ver la expresión de la cara suya al buscarme, ver como caminaba sin saber que yo estaba ahí, mirando, ver el cambio de sus pasos en el mundo cuando caía en la cuenta de que tenía mis ojos puestos en sus cabellos, en sus manos y en sus ojos, que veían como paso por paso se acortaba la distancia de nuestros cuerpos.

Quince minutos para planear un comentario bonito sobre la gente, sobre su camiseta. Quince minutos para descartar cualquier intento de poema cotidiano, cambiándolo por un abrazo que al final se convertía en un beso de mejilla contra mejilla.

Quince minutos perdidos porque ese día llovió y hubo que dejar el lugar con luz bonita para encontrar uno con techo, un lugar que probablemente no me dejaría ver sus pasos y los pasos de su amiga.
Primero llovió fuerte, después suavemente, pero era el agua suficiente para conservar los charcos. Llovía y hacia sol. Mi cuerpo caminaba bajo la chaqueta de su amiga para prohibir al agua tocar nuestras pieles, chaqueta que nos hacía mirar hacia abajo, mirar nuestros pies mojados.

Escampó.

Un café con leche, una gaseosa, un café con poquita azúcar. La amiga, mi amiga y yo. Un café con leche frente a mi café amargo. Ojos tristes frente a ojos tímidos; un encendedor antiguo, como regalo. Regalar un encendedor como regalar un recuerdo, regalar el recuerdo de una antigua amiga suya.

Caminar cinco minutos que multiplicado por tres era quince, para comprar un cigarrillo, y caminar diez minutos que multiplicado por tres era treinta, para sacar de un bolso un aerosol azul y rayar la pared de la construcción empantanada.

Dejar de contar el tiempo y empezar a contar historias.

La puerta del museo, más de quince personas en la fila, sonaba un violonchelo. Las sillas, nuestras tres sillas en la mitad de la mitad del salón, por razones de luz y estética. Mi mano sobre la mano de la amiga, las risas.

Terminó el concierto, mejillas contra mejillas.

La amiga y yo esperábamos el mismo bus.

Las personas, los asientos, el conductor, las calles, los semáforos.

Diecisiete minutos después, Ella bajó del bus de mi vida. 



J.C

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