Señora mía: ¡Escuche!
Tengo grandes sorpresas
para su corazón de antigua amada.
Ya no soy aquel bárbaro enamorado. Ahora
soy el cubiletero de las damas.
Fantasías, señora, fantasías...
¿Quiere, señora mía, que le haga de este frasco de lágrimas
un pomo de barniz para las uñas? Ahí lo tiene, gran señora mía.
¡Oh, qué uñas más rojas!
Me parece que usted, bella señora, ha estrangulado un niño.
Espere... No se vaya. ¡Oh, señora, se le ha caído un beso!
No se moleste usted... yo lo recojo, ya lo tengo en mis manos...
Pero señora, observe
los garfios de mis dedos, que por coger su beso temblando están y helados. ¿He recogido, acaso,
algún granizo rojo?
Está aquí, pues, su beso,
brillando entre mis manos temblorosas. No lo pierda de vista,
mi trabajo es muy limpio...
Hago así, hago asá... ¡y desparece!
Mire, señora mía, le devuelvo su beso, convertido
en este caramelo de manzana.
Fantasías, señora, fantasías...
Fabríqueme, señora, unas sonrisas –diez o veinte sonrisas–
que yo se las transformo
en mil pañuelos blancos.
¿No ve ya sus sonrisas diciéndonos adiós desde el olvido?
Fantasías, señora, fantasías...
Espérese, señora,
que voy a adivinarle el pensamiento... Por Dios, señora mía,
no está bien que así deje olvidado su lindo pensamiento
en las páginas frescas, satinadas, de un cuaderno de modas.
Eso es imperdonable,
señora de los guantes enlutados.
Fantasías, señora, fantasías...
¿Enojada se va, señora mía,
de mi parque de ensueño?
Lo siento, lo deploro,
señora de ojos y de zorro oscuros.
Adiós, señora mía, y no se olvide que merced a mis buenas aficiones de ilusionista hindú,
sus pies de líneas puras
van pisando la grama de mis penas. ¡Oh, no, señora mía,
puede pisar la grama!
Fantasías, señora, fantasías...
Ciro Mendía.
(Penas las que tú me diste;
besos los que yo te di.)
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