Sin el menor esfuerzo, mueven convulsivamente las caderas para hacer de su caída un real desaire y, así, parecerían la más majestuosa plomada de plumas entrando en los arroyos del Paraíso Terrenal, si no fuera porque cada diez metros muestran esos horribles carteles en que anuncian pastelillos rellenos de leche de mujer. Tampoco tienen nada que ver con las medusas marinas ni con su posible esqueleto de suspiros helados. Tienen de ti ese porte que delata el olor bestial del amor después de un año de abandono o de burla, ese halo infernal de las enamoradas desahuciadas por Dios, esa súplica que nos ordena desnudarnos y sumirnos en pensamientos y reminiscencias que tienen que ver con las misas mayores de la Semana Santa, los improperios de la multitud ante los errores crasos de los más inmensos héroes deportivos, los nudos de serpientes gordas que llenan las cuevas de la selva de Honduras, o el combate de dos tanques pesados, librado en el interior del Museo del Hombre. ¡Oh pasión por ellas: deberá llover tanto y tan frío aún sobre ti para que pueda al menos soportarte, manipularte, usarte! Todas caen, al mismo tiempo, sobre el prado. Las flores que pisan y machucan vuelven a erguirse de inmediato.
Roque Dalton.
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