viernes, 13 de enero de 2012

Amanecer.

Hoy te levantaste con tu predilecto ojo púrpura.
Era blanca la sábana de la amargura
y el horizonte de la pureza
teñía tu mirada de rictus oxidados.

Era el barrote, era la prisión, era el asilo
de las algas pegajosas como silencios de aves muertas.
En este minuto desvestido, ¡Sade!, te quise.

Tus extrañas manos eran tentáculos
de islas olvidadas,
pájaros negros pasaban sin delirio,
todo era cansancio de espigas
sin respuesta, las ostras abrían su carcomido
número de oficina, y las medusas de las rocas
eran sirenas con añil púrpura en los labios.
¡Cuánto olvido!¡Cuánta bajeza escuchaste de los potros enrojecidos!

En tu cerebro aullaba un lobo herido,
¡Cuánto pantano había en ti!
¡cuánto nenúfar de oloroso incienso
gastaba las mentes de los gritos!
Mas era la mañana de licor,
y delirio menstrual, tu sexo
se sobreponía a los tumbos del alma.

Vencido como las serpientes al acecho,
tu diente clavó el oxígeno de las cataratas.
¡Cuatro monjas azules te sujetaron!
¡Sade!, ¡Sade, cuánto te quise!
En el abismo del espumarajo,
en la epilepsia del ruido,
no hubo nadie que te escuchara.

Fuiste así el vampiro de los coches nocturnos,
la piedra rodada en los prostíbulos rojos,
la sutil emanación de los pezones iluminados;
no hubo nadie que te escuchara.

Fue aquella noche cuando dijiste a los delirios
que el mundo estaba acabado,
que una copa de tinte negro
valía más que el cofre de una hostia;
no hubo nadie que te escuchara.
En la mañana de la noche tu cabello revuelto
vago por las callejuelas de los cálices,
en la mañana, las estrellas de tus dientes
comieron de la fruta prohibida...

¡Sade!, ¡Sade!, cuánto te quise.
Tú, el odiado, supiste del escalofrío virginal,
tú, el de siempre, supiste desatar la envidia lechosa
de los primeros caminantes.
¡No!, no, no hay respuesta para tu silencio
de tortura, no hay torre que contenga tu buitre
de alhajas perdidas... todo lo diste...En las piedras, en los musgos,
en los acantilados,
en la felatina de las rendijas,
tu mirada fue víctima del picotazo.

Ya sin ojos, destruido como los huesos
de las gaviotas, infeccionaste la soledad
de tu celda.
¡Sade!, Sade, cuánto te quise.
Allí, el de siempre, allí el de las hojas sin velo,
allí el transfigurado por el gusano de los remos sin rumbo.
Es la hora del ojo negro,
es la hora donde la sangre y el reloj,
anuncian la terrible campanada de la tortura.

La sonrisa impasible se enmudece,
los miembros se trenzan en la noche sin espinas.
¡Aurora es la indicada!, ¡aurora es la vestal!
Los grillos suenan, la puerta de hierro fundido se abre.
¡Sade!, eres la demacrado de las primeras horas.



Guillermo Sáenz Patterson.


Cuanto te quise.




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