jueves, 9 de junio de 2011

Los Últimos Días del Chico Suicida.

El genio de la multitud.

Abraza la oscuridad.

La confusión es el dios
la locura es el dios

la paz permanente de la vida
es la paz permanente de la muerte.

La agonía puede matar
o puede sustentar la vida
pero la paz es siempre horrible
la paz es la peor cosa
caminando
hablando
sonriendo
pareciendo ser.

no olvides las aceras,
las putas,
la traición,
el gusano en la manzana,
los bares, las cárceles
los suicidios de los amantes.

aquí en Estados Unidos
hemos asesinado a un presidente y a su hermano,
otro presidente ha tenido que dejar el cargo.

La gente que cree en la política
es como la gente que cree en dios:
sorben aire con pajitas
torcidas

no hay dios
no hay política
no hay paz
no hay amor
no hay control
no hay planes

mantente alejado de dios
permanece angustiado

deslízate.

Los poetas apenas transcriben lo que otros poetas ya dijeron



A los amantes otra vida les es concedida 
Hölderlin

Despertamos en este domingo de tentáculos solares que amenazan con apoderarse del resto de la semana; con la persiana baja, el cuarto es penumbra dorada, atardecer constante sea cual fuera la hora del día. Viajantes inmóviles miramos el hilo de humo del cigarrillo plantado en el centro del cuarto, su movimiento pausado a la manera de los sargazos, aguapés, laberintos y demás símbolos de la memoria. Como plantas acuáticas a la deriva, vinimos a parar aquí, fugitivos del excesivo mundo, prisioneros voluntarios de este mínimo espacio. A cada nueva caricia, cada pérdida de las manos en los meandros del cuerpo de otro, nos transformamos en personajes del mismo sueño: el mundo finalmente reducido a la dimensión de la colcha extendida sobre la cama, a la geometría armoniosa de las sábanas y almohadas náufragas. 

Nuestra desnudez es un desafío al tiempo: todas las horas formas de siempre, multiplicadas por el mismo gesto de acariciarse. Poseídos de la misma calma de los ríos que desembocan en su pantano y van reconociendo poco a poco sus nuevas márgenes de contornos imprecisos, sus raíces y troncos sumergidos, hablamos poco, después todo tiene significado, incluso los gestos más sencillos, encender un cigarrillo, tomar café. El despertar es reconocimiento y retorno de los mismos gestos rituales, manos construyendo nuevos laberintos de sensación de lo suave y lo áspero de la piel, navegación de uno para el otro para después volver a hundirse en las sábanas tibias. No insistimos en ser mucho más que esto, un archipiélago de superficies del cuerpo y sensaciones de la piel. Y esta humedad que solo el amor logra crear, impregnando el aire y recubriendo la pared. Y los olores del cuerpo, qué decir de ellos, de esta aura de sudor, esperma, perfume, hálito, secreción y misterio, que cargamos con nosotros y que nos da la certeza de existir y estar vivos. Identidad con el mar, conocimiento de las voces del atardecer, memoria de los pasos recibidos por la arena de la playa. 

Somos signos de la tierra, nos acompaña algo de tierra apenas revuelta, pequeños lagos con sus plantas, selvas que aún existen. Cómo todo, esto es diferente del resto y nos vuelve irreversibles. Todos los poemas el mismo poema. Nos liberamos, dejamos de ser prisioneros del horóscopo. Reponemos el mundo en su debido lugar, después de tomar una poción mágica. Complicidad de samurais que se preparan para la lucha en un juego vertiginoso de espadas, sabiduría de quienes saben moverse en la oscuridad. La percepción destrabada en esta planicie de penumbra dorada de atardecer que se refleja en la piel. No importa donde usted esté ahora, y a qué distancia. No existen saudades, sino soles que circulan en nuestras venas. Ninguna sensación de pérdida o de vacío, sino de crecimiento, algo que ganamos en este complicado errar por el planeta en la búsqueda de nuestra identidad. Y también esta niebla familiar que se posa a mi lado en la semilucidez de la vigilia, hecha de sensaciones de cuerpos, presencias, toques de la piel, pulsaciones, calentura, este confuso ovillo de memorias, de voces y de olores, que poco a poco se desata y se transforma en poema.

Claudio Willer.

jueves, 2 de junio de 2011

Ya no será ya no.


Un perfil de Idea Vilariño

¿Quién era usted?

De quien dicen que plantaba jardines y los hacía florecer allí donde viviera. De quien dicen que era dura, implacable y hermosa, hermosa, hermosa. ¿Quién era usted, huérfana de madre, huérfana de padre, huérfana de hermano? Violinista. ¿Quién? Asmática, enferma de la piel, enferma de los huesos, enferma de los ojos. Profesora. Quién era usted, usted que hablaba poco y que habló tanto –tanto– de un solo amor de todos los que tuvo: de uno solo.

Quién era usted. Usted, el haz de espadas. Usted, que dejó trescientas páginas de poemas, nada más, y sin embargo. Usted, que se murió en abril y en 2009 y que a su entierro fueron doce. Usted, que dejó una nota: “Nada de cruces. No morí en la paz de ningún señor. Cremar”.

Usted: ¿quién era?

“No fue un acto de multitudes”, decía el artículo del diario El País, de Uruguay, que anunciaba que el 28 de abril de 2009 había muerto Idea Vilariño. Tres meses más tarde, el 24 de julio, el suplemento Cultural del mismo diario le dedicaba una edición completa, y la nota de portada firmada por Rosario Peyrou comenzaba citando una frase del crítico Emir Rodríguez Monegal: “Algún día seremos recordados como los contemporáneos de Idea Vilariño”.

“Gaspara Stampa, la gran poeta italiana del Renacimiento, quería ‘vivir ardiendo sin sentir el mal’. A Idea Vilariño solo le fue concedido lo primero”, decía Juan Gelman en Idea Vilariño o la memoria de mañana. Soledad “como una sopa amarga”, escribía Idea Vilariño. Que era poeta, que era uruguaya.
Pero quién era.

–Le encantaban las plantas y las fotos –dice Ana Inés Larre Borges,

editora del libro Idea Vilariño. La vida escrita (Cal y Canto, 2008)–. Fotos de ella misma tenía muchísimas, las atesoraba. Creo que tuvo siempre una gran conciencia de sí. Como que cada gesto, cada decisión en su vida, era de quien se siente un personaje, una artista.

–Podía ser muy payasito –dice Numen Vilariño, su hermano menor, ahora de 80 años– pero también truculenta. Siempre con una gran fineza, pero era brava, inflexible. Llegaba hasta la crueldad con ella misma. En sus cosas, sus amores, era exigente hasta el odio. Nunca vi a nadie cambiar tanto de apego, desde sus compañeros de trabajo hasta sus amores. Eran siempre como apariciones fugaces de las que después no se sabía nada...

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