jueves, 9 de junio de 2011

Los poetas apenas transcriben lo que otros poetas ya dijeron



A los amantes otra vida les es concedida 
Hölderlin

Despertamos en este domingo de tentáculos solares que amenazan con apoderarse del resto de la semana; con la persiana baja, el cuarto es penumbra dorada, atardecer constante sea cual fuera la hora del día. Viajantes inmóviles miramos el hilo de humo del cigarrillo plantado en el centro del cuarto, su movimiento pausado a la manera de los sargazos, aguapés, laberintos y demás símbolos de la memoria. Como plantas acuáticas a la deriva, vinimos a parar aquí, fugitivos del excesivo mundo, prisioneros voluntarios de este mínimo espacio. A cada nueva caricia, cada pérdida de las manos en los meandros del cuerpo de otro, nos transformamos en personajes del mismo sueño: el mundo finalmente reducido a la dimensión de la colcha extendida sobre la cama, a la geometría armoniosa de las sábanas y almohadas náufragas. 

Nuestra desnudez es un desafío al tiempo: todas las horas formas de siempre, multiplicadas por el mismo gesto de acariciarse. Poseídos de la misma calma de los ríos que desembocan en su pantano y van reconociendo poco a poco sus nuevas márgenes de contornos imprecisos, sus raíces y troncos sumergidos, hablamos poco, después todo tiene significado, incluso los gestos más sencillos, encender un cigarrillo, tomar café. El despertar es reconocimiento y retorno de los mismos gestos rituales, manos construyendo nuevos laberintos de sensación de lo suave y lo áspero de la piel, navegación de uno para el otro para después volver a hundirse en las sábanas tibias. No insistimos en ser mucho más que esto, un archipiélago de superficies del cuerpo y sensaciones de la piel. Y esta humedad que solo el amor logra crear, impregnando el aire y recubriendo la pared. Y los olores del cuerpo, qué decir de ellos, de esta aura de sudor, esperma, perfume, hálito, secreción y misterio, que cargamos con nosotros y que nos da la certeza de existir y estar vivos. Identidad con el mar, conocimiento de las voces del atardecer, memoria de los pasos recibidos por la arena de la playa. 

Somos signos de la tierra, nos acompaña algo de tierra apenas revuelta, pequeños lagos con sus plantas, selvas que aún existen. Cómo todo, esto es diferente del resto y nos vuelve irreversibles. Todos los poemas el mismo poema. Nos liberamos, dejamos de ser prisioneros del horóscopo. Reponemos el mundo en su debido lugar, después de tomar una poción mágica. Complicidad de samurais que se preparan para la lucha en un juego vertiginoso de espadas, sabiduría de quienes saben moverse en la oscuridad. La percepción destrabada en esta planicie de penumbra dorada de atardecer que se refleja en la piel. No importa donde usted esté ahora, y a qué distancia. No existen saudades, sino soles que circulan en nuestras venas. Ninguna sensación de pérdida o de vacío, sino de crecimiento, algo que ganamos en este complicado errar por el planeta en la búsqueda de nuestra identidad. Y también esta niebla familiar que se posa a mi lado en la semilucidez de la vigilia, hecha de sensaciones de cuerpos, presencias, toques de la piel, pulsaciones, calentura, este confuso ovillo de memorias, de voces y de olores, que poco a poco se desata y se transforma en poema.

Claudio Willer.

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